
Gracias a las excavaciones volvieron a la luz restos de edificios de ladrillo del s. II que un tiempo se encontraban al aire libre y que en el s. IV se convirtieron en los cimientos de la primera basílica. En efecto, la necrópolis se utilizaba todavía cuando fue enterrada por Constantino, que ordenó demoler la parte superior de los edificios sepulcrales y cubrirlos de tierra, con el firme propósito de construir, exactamente sobre la tumba de Pedro, la mayor basílica de Occidente: una basílica dividida en cinco naves por 88 columnas, un templo majestuoso cuyo pavimento estaba a la misma altura que el “Trofeo de Gaio”.
Fue una empresa grandiosa que conllevó un movimiento de tierras de más de 40.000 metros cúbicos para nivelar la doble inclinación de la colina Vaticana, que ascendía suavemente de este a oeste, pero que era muy escarpada de norte a sur en dirección hacia el valle del circo. La necrópolis, que se extendía sobre las laderas meridionales de la colina, terminó por encontrarse bajo la nave central de la basílica, por lo que fue indispensable demoler la parte superior de los edificios sepulcrales que superaban en altura el nivel establecido para el pavimento de la nueva iglesia. Así, la basílica querida por Constantino y el Papa Silvestre determinó, por una parte, el final de la necrópolis romana; pero por otra, garantizó su conservación hasta nuestros días.
Un cálculo aproximado de las tumbas de enterramiento y de incineración deja suponer que los 22 edificios sepulcrales encontrados en el curso de las excavaciones fueron proyectados para hospedar unas mil sepulturas. De esta multitud de hombres, mujeres y, sobre todo, niños, las inscripciones nos han transmitido los nombres de algunos personajes procedentes de familias de libertos imperiales.
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